28 de junio
28 de junio de 1806. En el Fuerte de Buenos Ayres es izada la bandera inglesa. Desde la víspera, las fuerzas británicas ocupaban la ciudad y el general Beresford era su gobernador. Durante 46 días, hasta el 12 de agosto, los porteños iban a estar sometidos al poder del invasor.
No fue, sin embargo, una dominación despótica. Todas las medidas del jefe inglés demostraron su intención de no irritar a los habitantes de Buenos Ayres, y procuró granjearse su confianza. En su primer bando, ratificó las leyes españolas vigentes, confirmó a los funcionarios públicos en sus puestos y se comprometió a brindar su protección a la Iglesia Católica, a las personas privadas y a sus propiedades. Aparentemente el único cambio producido era el reemplazo del virrey por el general Beresford y del pabellón español por el inglés. Para los porteños, ya fue bastante.
A los funcionarios de la ciudad les tocaría pasar un trago amargo: fueron convocados por el gobernador para rendir juramento de lealtad a Su Majestad Británica. Casi todos lo hicieron.
En nombre de las comunidades religiosas, el prior de los dominicos, fray Gregorio de Torres, prometió ante Beresford la fidelidad que se les reclamaba. No obstante, el día del juramento hubo una ausencia notoria: el superior de los Bethlemitas del Hospital, fray Nicolás de San Miguel, no firmó. Y perdió su cargo. Manuel Belgrano, por su parte, en una retirada prudente, se trasladó a su campo de Mercedes, en la Banda Oriental, para no verse obligado a jurar. Los comerciantes y vecinos principales tenían que documentar su juramento, voluntariamente, ante el capitán Gillespie, comisario de prisioneros. Solamente 58 lo hicieron.
Los ingleses dispusieron la internación de los militares prisioneros que tuvieron por cárcel la ciudad, con prohibición de salir de ella. Este beneficio alcanzaba también a los jefes y oficiales que prometieran, bajo palabra de honor, no volver a tomar las armas contra Inglaterra. Liniers, olvidado en Barragán por los invasores, pudo eludir el compromiso de lealtad. Cuando días más tarde volvió a Buenos Ayres, tenía las manos y la conciencia libres para organizar la reconquista.
Obtenida la entrega de los caudales, Beresford muestra otro rasgo de generosidad al devolver las 180 embarcaciones de cabotaje capturadas que, por derecho de guerra, eran «buena presa». El comercio marítimo y fluvial continuó de ese modo desenvolviéndose normalmente en el litoral.
En rigor, las únicas reformas importantes dispuestas por los invasores fueron comerciales, pero la ciudad fue recuperada antes de que se pusieran en práctica. El 4 de agosto, un bando de Beresford estableció nuevas tarifas para la importación y exportación. Para las mercaderías extranjeras, que por las leyes españolas pagaban un arancel que oscilaba entre el 35 y el 42 por ciento, se redujo este derecho al 12 y medio por ciento si provenían de Inglaterra y al 15 y medio por ciento si procedían de Francia, Holanda o Alemania. Paralelamente se establecieron tarifas diferenciales para la exportación, en favor de Inglaterra, y se abolió el estanco -monopolio fiscal- del tabaco y de los naipes.
Fiel a la política de apaciguamiento que se había trazado, Beresford desalentó un incipiente movimiento de emancipación que se produjo entre los esclavos: les recordó la obligación de mantenerse sujetos a sus dueños y estableció severas penas para los que trataran de liberarse.
Mientras tanto, los oficiales ingleses alternaban con las familias más distinguidas de Buenos Ayres. Fueron alojados en sus casas, donde también se sucedieron las fiestas en homenaje a los militares invasores. Quienes allí pudieron admirar la destreza de las elegantes damas porteñas para recitar y tocar el piano o la guitarra.
Por las tardes, era frecuente ver a las Sarratea, las Marcó del Pont, las Escalada…Las hijas de los hogares más aristocráticos de la ciudad, paseando por la Alameda -actual avenida Leandro N. Além-, del brazo con los «Herejes», como llamaba el pueblo a los ingleses por su confesión protestante.
Sin embargo, esta cara amable de la convivencia con las fuerzas dominadoras tenía su reverso: pasado el estupor de los primeros días, los patriotas comenzaron a montar una sorda y vasta conspiración para echar al invasor. El factor religioso fue utilizado, a manera de arma psicológica, para fomentar la deserción de soldados irlandeses o extranjeros de confesión católica.
Algunos soldados ingleses, de guardia en las calles o frente a las pulperías -que según el censo levantado por los británicos en esos días eran seiscientas en toda la ciudad-, aparecieron apuñalados. Detrás de la obediencia formal y de las buenas maneras los porteños compartían una idea: DESALOJAR A LOS INGLESES DE BUENOS AYRES.
A principios de agosto los planes conspirativos para la reconquista estaban avanzados. La mesura y equilibrio de Beresford no habían logrado conquistar para Inglaterra la adhesión de los criollos, ni la de los españoles. Tiempo después de la Segunda Invasión, Manuel Belgrano explicó gráficamente al brigadier inglés Crawford la razón de ese fracaso: «Queremos el amo viejo -le dijo- o ninguno».
A. J. Pérez Amuchástegui: «Crónica Histórica Argentina» Tomo I. Codex. Buenos Aires, 1969.